Libros seleccionados de segunda mano
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Destacado de la semana
Anthony Burgess (Manchester, Reino Unido,1917 - Londres, Reino Unido, 1993)
Literatura inglesa
De esa fe fermentada que los europeos embotellan desde hace siglos con etiquetas como “ética”, “milagro”, “Dios”, o, para los menos creyentes, “cultura occidental”, está hecha Poderes Terrenales. Es un destilado fuerte y huele a iglesia chamuscada, a biblioteca húmeda, a celda de convento, a habitación de hotel barato donde la fe se confiesa entre sábanas, donde Kenneth Toomey se revuelca con chicos jóvenes y culposos mientras le reza a una deidad que no lo escucha, y menos lo perdona.
A Anthony Burgess le tomó seis años escribir esta novela en la que cabe todo el siglo XX. Es la historia secreta de Europa narrada por un viejo gay sarcástico, irónico, y de una inteligencia mordaz, que odia al Papa pero también lo ama como se ama a un hermano que te traicionó en el lecho de muerte. Porque Poderes terrenales es eso: un duelo de fuegos cruzados entre un escritor homosexual y un Papa que quizás sea santo, quizás no. El libro es un compilado con los grandes hits de Burgess: su idea del Mal como el perfume barato del Bien, su sospecha de que el cielo está vacío y que el infierno no es un lugar sino una agenda. Que Dios no se fue, simplemente se cansó de fingir.
Burgess fue un hombre orquesta: músico, escritor y políglota que escribió como si tuviera una bomba en el bolsillo -o en la cabeza, según el errado diagnóstico de que tenía un tumor cerebral – A los 42 años los médicos le dieron un año de vida. Uno solo. Entonces se puso a escribir. No por inspiración divina ni por vanidad literaria: por dinero. Para dejarle algo a su mujer. Un gesto romántico, si no fuera tan desesperado. En el trayecto, compuso sinfonías, sonatas y conciertos. Vivió en Malasia y Brunei. Inventó un idioma. Se peleó con Kubrick. Escribió rápido. Escribió mucho. Y no murió sino hasta 34 años después de la fallida profecía médica. No tenía un tumor. Solo tenía talento, mucho talento. Y una prisa que nunca se le pasó. Poderes terrenales es su novela más ambiciosa y, a la vez, la más íntima. Y aunque no es ni por asomo su último libro (es el número 20), funciona como su testamento narrativo. Su Biblia personal. Su milagro.
El protagonista se llama Kenneth Toomey y no es Burgess, pero sí lo es. Un fantasma que vive en Malta –como el propio Burgess– y que, como él, escribe demasiado. Que se acuesta con hombres y no se arrepiente del todo. Que cree que Dios lo mira, pero no como padre sino como enemigo. Que se pasa medio libro recordando, y el otro medio inventando. Un narrador tan poco confiable como cualquier creyente.
Toomey es un personaje construido a partir de otras biografías: la del escritor Somerset Maugham, la del actor Noël Coward y la del propio Burgess. Una figura triste y brillante. Un narrador refinado, culto, sarcástico y con una voz narrativa poderosa. Un espejo en el que se mira la literatura para comprobar que está envejeciendo, pero con estilo. Y a este católico a regañadientes y testigo de todo un siglo en cámara lenta, le piden que de testimonio para apoyar el proceso de canonización de un personaje clave en su vida: Carlo Campanati, su cuñado, quien fue arzobispo, luego papa (bajo el nombre de Gregorio XVII), y ahora va camino a ser declarado santo por la Iglesia Católica.
Y Toomey empieza a contar, a contar cosas que no cuadran del todo con lo que el Vaticano quiere escuchar. Y lo cuenta como un amante despechado, como un testigo indecente, como un cronista que guarda secretos bajo las uñas. Lo cuenta como si no quisiera contar. Como si narrar fuese también traicionar.
Y en el centro de esta historia, el núcleo atómico, entre tantas historias que se cruzan, es esta: un cura hace un milagro. Cura a un niño desahuciado. Años después, ese niño funda una secta religiosa que termina en suicidio masivo. Dios, en teoría, lo salvó. Pero para qué. ¿Qué clase de divinidad juega con dados tan rotos?
Ahí está el corazón destrozado de la novela. O lo que se parece al corazón: un hueco palpitante que en lugar de sangre bombea preguntas, y aunque bajo formas distintas, siempre es la misma: ¿y si Dios no es bueno? ¿Y si es una especie de productor de cine que solo quiere rating? ¿Y si los milagros son errores administrativos en las oficinas celestiales? Pero Burgess se toma el milagro muy en serio, lo desarma como un mecánico con fe en los engranajes, lo interroga como un fiscal que alguna vez creyó en la inocencia de los culpables, lo arrastra por la historia y lo deja, al final, transformado en una pregunta sin respuesta.
En el camino, a través de la memoria de Toomey, desfilan momentos y personajes como Rilke, Keynes, Henry James, Aldous Huxley, Freud, James Joyce, D.H. Lawrence, Riefenstahl, Hemingway, el ascenso del fascismo al poder, Alemania nazi, la II G.M., los entresijos de la elección del Papa, el poscolonialismo en África, en resumidas cuentas: el caótico siglo XX.
Y sí, es posible que Poderes terrenales sea el libro más grande de Burgess. No porque sea el más famoso (ese puesto le corresponde, injustamente, a La naranja mecánica y su pandilla de ultraviolentos parlantes en nadsat, el idioma que inventó Burgess), sino porque es el más completo. Hay frases largas como misas y personajes que uno confunde como a los primos en los casamientos. Pero también hay una música que hace que estemos, tantos años después, releyéndolo y recordando que la buena literatura no necesita milagros: es el milagro, no uno que te cura de una enfermedad terminal como es la vida, sino de los otros: los que te hacen seguir leyendo cuando ya es tarde, cuando hace frío, cuando estás solo, y sentís que alguien, en algún lado, te está contando una historia para darte otra vida.
William Burroughs ( Saint Louis, Missouri, Estados Unidos, 1914 - Lawrence, Kansas, Estados Unidos, 1997)
Literatura norteamericana. Editorial: Pre-Textos Año: 1977. - Págs.100 . Encuadernación en tapa blanda.
Burroughs nació con la vida más o menos resuelta, que es una forma bastante eficaz de empezar a arruinarla. Nieto de un inventor de calculadoras, fue a Harvard, y descubrió temprano que le gustaban los hombres, las drogas y las armas.
En los años 50 fue una ruina ambulante, pero en los 60 encontró una suerte de cauce literario: una voz propia, tan sucia y tan distorsionada como las drogas que lo alimentaban.
Fue beat : amigo íntimo (y tal vez amante) de Allen Ginsberg, compinche de Kerouac y Gregory Corso. Pero Burroughs fue siempre más que beat: más sucio, más cínico y más punk antes de que eso se inventara. Un verdadero caballero del derrumbe.
En 1951, en un episodio confuso, mató a su pareja la escritora Joan Vollmer. La versión más difundida del asunto fue que, bajo el calor mexicano y los efectos del alcohol, le disparó durante un estúpido juego a lo Guillermo Tell, en una fiesta que la pareja había organizado. Fue condenado por homicidio involuntario. Permaneció privado de libertad sólo dos semanas, el tiempo que tardó su hermano en viajar desde Estados Unidos para pagar la fianza y engrasar el mecanismo de la administración local.
En el prólogo de su libro Queer, Burroughs sostuvo: “Me veo forzado a reconocer que nunca me hubiera convertido en escritor de no haber sido por la muerte de Joan”.
Abrir entonces un libro de Burroughs es como tropezar con una aguja hipodérmica olvidada en el vagón fantasma de una línea suburbana que ya no existe. Este cartógrafo de las zonas oscuras donde la conciencia se deshilacha nos pasea entre yonquis espectrales, burócratas de pesadilla y adolescentes descarriados que trafican con la carne y la desesperación.
Su empleo del cut-up, no es sólo una técnica literaria sino la radiografía de un cerebro cableado para la autodestrucción, donde las frases se fragmentan y recombinan como los pedazos rotos de un espejo que refleja mil imágenes distorsionadas de una misma pesadilla. Pero de ese caos paradójicamente emerge una suerte de lucidez, brutal y casi profética de un mundo cada vez más esclavo de sus propias prótesis tecnológicas y sus ansiedades farmacológicas.
Burroughs escribe como si estuviera intentando reconstruir el lugar exacto donde el tiempo se desvió, donde el disparo se escapó, donde todo —sexo, droga, lenguaje— dejó de ser herramienta y se volvió enfermedad.Si Allen Ginsberg y Jack Kerouac —los otros santos laicos de la Generación Beat— buscaban una iluminación más o menos mística, Burroughs quería sabotear el sistema operativo humano. Sus libros son manuales de instrucciones para máquinas que no funcionan. Para cuerpos que fallan. Para mentes que se abren y no cierran nunca más.
El metro blanco (The White Subway, 1973) es uno de esos libros que confirman que Burroughs no escribía libros sino que abría portales. No es una novela en el sentido tradicional (nada de Burroughs lo es), sino más bien un artefacto: una colección de textos cortos —relatos, viñetas, sueños transcritos, collages mentales— unidos por esa estética burroughsiana de cortar, pegar, mutar, alterar. Y, como todos los libros del viejo Bill, es un viaje sin billete de vuelta.
Colette (Saint-Sauveur-en-Puisaye, Francia, 1873 - París, 1954)
Literatura francesa.
Para leer a Colette hoy habría que derramar un poco de Chanel N.º 5 sobre Freud, con una gota de tinta. Rouge y pulsión. Perfume, carne y papel. Porque Colette, que se llamaba Sidonie-Gabrielle, esgrimió su pluma como una lengua húmeda contra el canon. En sus obras, que incluyen novelas, crónicas y artículos, hay una militancia íntima, la de mirar lo doméstico con lupa de entomóloga caliente.
Colette fue una novelista de la percepción: en sus páginas el tiempo vuelve, como el roce, como el deseo que no se gasta sino que muta. Si Proust, su amigo, fue el novelista de la memoria, Colette fue la novelista del cuerpo. Donde Proust huele una magdalena y se va de espaldas en una sinfonía de memorias que duran mil páginas, Colette muerde una ciruela y deja que el jugo le chorree entre los dedos.
Si Proust se confinaba en una habitación tapizada de corcho para no oír el mundo. Ella paseaba por jardines, escribiendo con el sol en la cara, la gata en el regazo y una copa de champán a medio terminar.
Los dos cronistas del deseo; los dos obsesionados con el tiempo. Pero de maneras opuestas. Proust escribe el tiempo como pérdida. Colette lo escribe como presente absoluto. Proust busca el sentido. Colette, el goce. Son como el cuchillo y la lengua. Colette, sin ser feminista, le dio a lo femenino una gramática nueva: la del placer como pensamiento.
Variada como su literatura, Colette también fue múltiple. Fue la amante escandalosa de la marquesa de Belbeuf, con su esmoquin y su fusta, desfilando sobre los escenarios del Moulin Rouge como si el siglo XX fuera un invento suyo. Fue la jardinera del idioma francés, la que introdujo la naturaleza como protagonista, no como decorado. Y también fue la madre de un personaje inolvidable: su propia madre, Sido, mujer-panóptico, aquella que no enseñaba a escribir sino a mirar. Mira, decía. Y con eso bastaba. Porque antes que escritora, Colette fue ojo.
Y aunque la República Francesa organizó unos solemnes y concurridos funerales de Estado, por primera vez destinados en Francia a honrar a una mujer, y a pesar de ser la primera escritora en ingresar en la Academia Goncourt y la primera en presidirla, en el mundo de las letras Colette nunca llegó a ser monumento como Proust. Quizás porque se negó a escribir desde la desgracia. Porque cultivó una ética de la felicidad que la dejó fuera de los grandes cementerios existenciales del siglo.
Colette no se volvió loca ni se suicidó. Y eso la dejó afuera del panteón trágico reservado a las excepciones femeninas. No fue Virginia Woolf llenándose los bolsillos de piedras. No fue Pizarnik implosionando en sus propias palabras. Eligió la felicidad como disidencia.
Tal vez, la visión del mundo que desplegó Colette esté más ligada a lo que soñó el socialista utópico Charles Fourier, quien murió 36 años antes de que naciera la escritora. Su falansterio —esa comuna proto-orgiástica con huertas, salones de música y dormitorios compartidos según afinidades afectivas— no era solo un experimento social: era una coreografía de placeres. Y, aunque ella nunca lo citó, Colette parece escribir como si ya hubiera vivido allí.
Guillermo Cabrera Infante (Gibara, Cuba, 1929 - Londres, Reino Unido, 2005)
Literatura latinoamericana. Editorial: Alfaguara - Año: 1995. Págs. 100
Al premio Cervantes 1997 le gustaba firmar sus notas periodísticas bajo el seudónimo de Caín, y eso ya es una declaración de principios, un modo de ver el mundo. La Revolución cubana lo encontró escribiendo y él la abrazó, hasta que lo mordió.
Caín era un animal solar, un lagarto caribeño que debería haberse tostado bajo el sol cubano toda su vida, pero terminó exiliado y envuelto en tweed bajo la llovizna londinense.
Desde Londres, esa ciudad donde todos fingen estar de paso y terminan quedándose a morir, siguió escribiendo, con una mezcla de humor ácido y melancolía tropical.
Escribía de noche, dormía de día, comía poco y hablaba mucho. Fue entre tantas otras cosas: cubano profesional (como diría Borges), periodista, cinéfilo, rencoroso, narcisista, brillante, insoportable. Y, sin duda, un escritor que le sacó brillo a la lengua castellana como pocos, aunque a veces te dejara con la sensación de haber asistido a una fiesta demasiado ruidosa.
Su literatura fue siempre una insurrección lingüística: no le interesaba contar una historia, sino explotar el idioma.
Algunos escritores fundan clubes, otros fundan lenguajes. Guillermo Cabrera Infante fundó una sintaxis delirante con un ritmo caribeño de consonantes afiladas en plena época del llamado Boom Latinoamericano, un nombre que suena a estallido pero que terminó siendo el sonido de una puerta que se cierra desde adentro.
Mientras los popes del movimiento como Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez armaban una cofradía y almorzaban con presidentes, recibían premios, Cátedras y distinciones, Cabrera Infante cenaba con sus demonios.
A diferencia de ellos, Caín no escribía novelas para contar el continente sino para desarmar el idioma. Mientras La ciudad y los perros de Vargas Llosa mostraba el Perú con rabia, Tres tristes tigres mostraba a La Habana con deseo. Mientras Cien años de soledad armaba una saga bíblico - mágica, Caín escribía como si cada página pudiera autodestruirse. Mientras los emisarios del Boom firmaban contratos con editores europeos, se convertían en embajadores involuntarios de Latinoamérica y en próceres de la literatura continental, Cabrera escribía para él, o para la risa que escuchó una noche en un cine de La Habana y que nunca volvió a escuchar.
Era una literatura sin Misión. Pero tenía ritmo, tenía sexo, tenía odio y tenía belleza. Escribía como un jazzista poseído, como un traductor de sí mismo, como alguien que no podía dejar de hablar porque si se callaba, se caía del mundo. Mientras otros construían novelas como si fueran catedrales, él armaba fuegos artificiales verbales que todavía, décadas después, siguen estallando. En definitiva, Caín no quería contar América Latina como una tragedia colorida. Caín quería narrar una sola ciudad: La Habana. Y narrarla como una canción que se rayó y quedó repitiendo el mismo estribillo.
Fue un escritor demasiado culto para los tropicalistas y demasiado tropical para los cultos. Demasiado libre para la política y demasiado político para la libertad. En fin, hay que decirlo, en el mundo de las letras nadie sabía muy bien qué hacer con él. Sin embargo, releídos con los años, muchos de los autores del Boom tienen ese aire de mueble pesado, Cabrera Infante, en cambio, sigue sonando a nuevo, moderno seguramente a pesar de él. Casi como una banda de rock nueva.
En este libro Alfaguara junta tres relatos que se espejan, se repiten, se corrigen: En el gran ecbó, Una mujer que se ahoga y Delito por bailar el chachachá.
Cabrera escribe como quien toca un piano desafinado con rabia. Y mete citas, parodias, boleros entreverados con La Internacional, un himno de Brecht, la música del bolero de Ravel y el chachachá. Todo sirve, la cultura alta, la baja, la basura sentimental. El lenguaje es aquí una máquina de ecos, y Caín el ventrílocuo feroz que hace hablar al silencio.
Emeterio Cerro (1952 - 1996, Buenos Aires, Argentina)
Literatura latinoamericana. Editorial:
Poeta, narrador, dramaturgo, egresado del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón como regisseur de ópera. Perteneció al grupo neobarroco latinoamericano entre los que se encuentran Néstor Perlongher, Severo Sarduy, Osvaldo Lamborghini, y, en sus inicios como poetas, Arturo Carrera y Tamara Kamenszain.
Para algunos críticos, Cerro es un autor ilegible que remite a una escritura cercana a la glosolalia. Y algo de cierto hay ahí ya que Cerro crea sus poemas basándose en estructuras musicales, empleando la repetición y la variación de sonidos. Y donde la coherencia del discurso se sustenta exclusivamente en aspectos fónicos. Esta modalidad también se entrama con los tan ochentosos y lacanianos juegos de palabras, a lo que se suma la concatenación de significantes hasta intentar agotar el lenguaje para escapar del poder sujetador de la lengua.
Como dice Raúl García en Ceror: "la poética- Cerro es una "máquina de guerra" montada para combatir el poder despótico o fascista de la lengua. Uno de los ejercicios de tal poética consiste en hacer con las palabras series de derrapes, contaminaciones, reventones".
En definitiva, un hijo de Sísifo: la palabra como la piedra siempre vuelve a rodar.
Luz Barrosa Luz
tuguria estela
suma untuosa
urticante Luz
Luz Barrosa Luz
furia humana
cuna arpista
muerta arma Luz
Luz Barrosa Luz
fuma venganza
luna la lanza
mustios ojos Luz
Luz Barrosa Luz
tuguria estela
suma untuosa
urticante Luz
Manuel Puig (General Villegas, Argentina, 1932- Cuernavaca, México, 1990)
(Libro firmado por el autor)
Literatura argentina. Editorial:
Puig: “Hice mi obra, creé mi estilo, con los desechos, con la basura que arrojaba la gente culta, con la sobra que dejaba la intelligenzia. Con el mal gusto que ellos despreciaban y pensaban inútil, armé mi discurso y le di peso a mi lenguaje.”
Boquitas Pintadas, es un folletín, un culebrón de pueblo chico donde los secretos se pudren bajo el sol pampeano. Amores de kermesse, pasiones de siesta, cuerpos que se buscan a escondidas entre el polvo y el rezongo de las beatas. Un catálogo de frustraciones, de vidas mezquinas atrapadas en la tela de araña de las apariencias.
Puig escarba en esa fauna sentimental. Escarba en esos corazones pintados con la brocha gorda de la cursilería y el deseo reprimido.
Un fresco cruel de la Argentina profunda, esa que suspiraba tangos y coleccionaba rencores. Arma un altar de baratijas sentimentales sobre la mesita de luz de un país que no termina de saber si quiere modernizarse o quedarse suspendido para siempre en una foto sepia.
Puig, algo así como un pionero pop antes de que el pop se volviera pose, entiende que el amor en el clima asfixiante de un pueblo de provincia como el que retrata, siempre viene con una carga viral: culpa, deseo, y la certeza de que aquello que empieza con pasión termina en epitafio.
La historia se podría resumir así: Un pueblo, Coronel Vallejos; un muerto, Juan Carlos Etchepare, un Don Juan tuberculoso y santo patrono de las ilusiones rotas. Alrededor de su ausencia: mujeres que lo amaron o creyeron amarlo, hombres envidiosos y pecados no tan secretos. Y para contar todo eso, Puig no narra sino que sintoniza, y lo que oímos es la frecuencia modulada de un país que respira represión sexual, doble moral y tango como aire nacional.
Boquitas pintadas es casi un museo de los géneros menores, de lo que la crítica seria solía despreciar. Pero lo interesante es que Puig no parodia: reproduce. No se ríe de esos géneros menores, los habita y eleva el folletín a forma literaria sin dejar de mostrar sus costuras. Convierte lo kitsch en estilo, lo menor en épica, y lo íntimo en político.
Gay Talese (Ocean City, Nueva Jersey, 1932)
Literatura norteamericana. Editorial: Alfaguara. Año: 2010 Págs. 302
Retratos y encuentros es una selección de las más destacadas crónicas periodísticas de Gay Talese, pionero del "nuevo periodismo" junto con Tom Wolfe.
El volumen entrelaza fragmentos autobiográficos con reportajes sobre figuras como Ernest Hemingway o Frank Sinatra.
En los años '60, Talese ingresó al mundo del periodismo con la intención de transformar sus métodos y cambiar radicalmente la forma de abordar un reportaje, ya sea sobre figuras reconocidas o desconocidas. Talese, quien se jacta de no haber usado nunca una grabadora para sus entrevistas, inició su carrera en el New York Times; posteriormente colaboró con revistas como Esquire y Harper's Magazine, y ganó renombre internacional como autor de varios libros. Entre ellos se destacan "Honrarás a tu padre", donde exploró la mafia italiana en Nueva York tras compartir extensamente con la familia Bonanno, y "La mujer de tu prójimo", un análisis de la revolución sexual estadounidense en la década de 1980. En Retratos y encuentros, uno de los textos que se lleva la palma es Fran Sinatra está resfriado. Acerca de este magnífico retrato, el propio autor dijo: "Mi texto sobre Sinatra es un ejemplo de lo que puedes hacer cuando alguien no quiere hablarte. Esa es mi fortaleza, yo disfruto de hablar con don nadies y escribiendo historias que nadie escribiría, me gusta hacer descubrimientos, y Sinatra era una violación a todas mis ambiciones, porque era tan famoso - probablemente la persona más famosa de ese momento en Estados Unidos- que cuando me dijeron que no quería hablar conmigo, dije: fantástico, yo tampoco, pero mí editor insistió en que debía escribir la historia, así que hablé con todos los demás".
John Berger (Londres, Reino Unido, 1926 - Antony, Francia, 2017)
(Libro firmado por el autor)
Literatura inglesa. Editorial:
"Tranquilo, tranquilo", lo contuvo un miembro de los Pantera Negra, como si Berger fuera un potro desbocado en medio del salón de té inglés. Ahí estaba el escritor, con su cráneo prominente y esa mirada penetrante que parecía perforar la hipocresía, recibiendo en 1972 el premio Booker por esta novela: G. Un artefacto raro donde un Don Juan descastado y desencantado, sin otro nombre que G, es atravesado por la Historia.
Pero volvamos a la entrega del premio: el tipo, en lugar de la pleitesía esperada, se puso a escupir bilis contra los de Booker McConnell, los mismos que le soltaban cinco mil libras con el galardón. Dijo que la mitad iría a un libro sobre los explotados –¡qué novedad!– y la otra mitad, a los Panteras Negras, y para que no quedaran dudas, subió al estrado con uno de ellos. El escándalo fue mayúsculo, claro. ¿A quién se le ocurría que el autor de esa cosa inclasificable, esa antinovela, iba a ser consecuente con sus delirios?
Cuarenta años después, Berger ya no es el enfant terrible, y G. no detona como una bomba como entonces. Pero leerlo hoy es como desenterrar un mapa antiguo, una clave para entender las obsesiones de un tipo que siempre anduvo pateando el tablero, buscando las grietas por donde se cuela la verdad, de un tipo que siempre prefirió el barro a la alfombra roja.
Adolfo Bioy Casares ( Buenos Aires, Argentina, 1914 - 1999)
Literatura argentina. Editorial: Destino - Año: 2006. - Págs. 1664. Encuadernación en tapa dura.
Aquí tenemos el dietario íntimo de una amistad singular, la de Bioy con su compadre Borges. Bioy, con su prosa elegante y precisa, nos va desgranando al Borges cotidiano, al hombre detrás del mito, con sus manías, sus debilidades y sus genialidades a flor de piel. Durante algo más de cuatro décadas, Bioy anota todo cuanto dicen él y Borges en las frecuentes comidas semanales en casa del primero.
El resultado es un Borges casi en pantuflas y de entre casa, pero con una lengua afilada como la de los cuchilleros que tanto admiraba. Acá tenemos el chismorreo íntimo, el detrás de escena de una amistad que parió monstruos literarios, un libro divertido que aun discurriendo sobre nimiedades nos muestra el cableado mental extraterrestre de estos dos seres casi bifrontes. Y todo con esa mezcla de ironía elegante y melancolía canchera que supo esgrimir Bioy, autor de títulos imprescindibles como La invención de Morel, El sueño de los héroes y decenas de relatos.
“Come en casa Borges”, es la frase mantra que arrastra la pluma de Bioy para registrar las maledicencias y sentencias lapidarias que el Homero pampeano, que jugaba de humilde y discreto, y al que dudaba de sí mismo, dispara sobre amigos, enemigos, escritores consagrados, poetas domingueros y políticos de turno.
Están, desde luego, los nombres más previsibles: Conrad, Chesterton, James, Johnson, Kipling, Stevenson, etc., pero también, Góngora y Quevedo, Verlaine y Mallarmé, Unamuno y Baroja, Rubén Darío y Lugones, Reyes y Groussac, José Hernández, la literatura china, francesa y la anglosajona.
Según Rodrigo Fresan, el libro puede definirse como "una cruza de la Vida de Johnson de James Boswell con La conjura de los necios de John Kennedy Toole con una reescritura porteña de En busca del tiempo perdido a cargo de Bustos Domecq".
Alfredo Bryce Echenique (Lima, Perú, 1939)
(Libro firmado por el autor)
Literatura latinoamericana. Editorial: Anagrama- Año: 1995. Págs. 616
Ya el título avisa que acá no hay happy ending de manual. Manongo Sterne Tovar y de Teresa, un nombre que parece un trabalenguas aristocrático, se nos presenta desde la pubertad temprana como un pibe ya metido en un berenjenal de machos alfa de pacotilla y mujeres de carne y hueso, de esas que te desarman con una mirada.
El pibe, un "espíritu maligno" según los colegios que lo escupen, vive entre películas románticas que lo dejan hecho un trapo, veraneos de lujo donde los ricachones sueñan con ser Elvis pero se la dan de John Wayne, y un internado británico de cuarta en medio de Sudamérica. Ahí, en ese Perú de los cincuenta que Bryce retrata con una mala leche que da risa y una nostalgia que te pincha el corazón, Manongo, a esa edad en que es casi un personaje de Salinger pero con alpaca, encuentra amigos de toda calaña, desde los más rotos hasta los más forrados. Y en medio de todo ese despelote aparece Tere Mancini, una mina espontánea que lo va a hacer puré una y otra vez a lo largo de medio siglo de historia peruana.
Bryce cuenta todo con ironía, con amor disimulado, con rabia contenida y una desfachatez que desarma mientras las décadas se evaporan como el humo de cigarrillos baratos. Al igual que el Perú, asolado por el terrorismo.
Pero a Manongo, que pasa de ser un pibe problemático a un magnate con guita, parece importarle un carajo. Él está empecinado en ser fiel, no a un mundo que se le desmorona a pedazos, sino a Tere y a esa troupe de amigos, ricos y pobres, canallas y payasos. Dicen que por estas páginas andan los fantasmas de Sterne, Swift, Rabelais, Fitzgerald... y del cine de Welles, Fellini, Minelli... Pero uno, al leer, encuentra algo nuevo, algo propio. Un
libro, al fin y al cabo, que te deja esa sensación agridulce, como escuchar tu canción favorita en un tocadiscos roto.
Miguel Ángel Asturias (Guatemala, 1899 - Madrid - España, 1974)
Literatura latinoamericana. Editorial: Edición Crítica .Coordinador Gerald Martin.Barcelona 2000 Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. 1088 p.18 h. 24x17 cm. Tapas duras con sobrecubiertas
El señor presidente de Miguel Ángel Asturias es una novela sombría que retrata la vida en una dictadura latinoamericana. La historia sigue a un dictador —el Presidente, así, con mayúsculas y sin nombre propio porque ya no lo necesita— que es una sombra omnipresente, omnipotente y omniopresora: sus órdenes son ley; sus caprichos, destino.
El terror se filtra en cada rincón. La corrupción es cotidiana. Los personajes que pueblan este mundo —el licenciado Carvajal, el general Canales, la inocente Camila— se enredan en una trama de intrigas, manipulaciones y violencia. Todos están atrapados.
Asturias escribe como si estuviera poseído por los espíritus de Goya, Valle-Inclán y un chamán maya en ácido. Y nos muestra el delirio del poder absoluto. Un país que no es país sino pesadilla, y una política que no es política sino enfermedad. Los personajes intentan resistir, pero la maquinaria es implacable. El miedo, una constante. La historia de un país donde respirar es peligroso. Donde el silencio es la única opción. Al final, lo que queda es esa sensación de asfixia, como si hubieras leído con una bolsa en la cabeza.
El Ángel - Ángel Álvarez Caballero - ( Madrid, España, 1961 - 1995)
Los planos de la demolición. Editorial: Detursa 1994. 255 páginas + índice. Tapa: Rústica ilustrada con solapas. Señales normales de uso.
"Los planos de la demolición" es un poemario publicado en 1994 por Ángel Álvarez Caballero, conocido como El Ángel, figura emblemática de la Movida madrileña y vocalista de bandas como Los Escaparates y El Ángel y los Volcánicos. Este libro, hoy descatalogado y considerado una obra de culto, es un testamento lírico de una vida marcada por la intensidad, el exceso y la autodestrucción.
Richard Ellmann - (Higlhand Park, Estados Unidos, 1918 - Oxford, Reino Unido, 1987)
Biografía. James Joyce. Editorial: Anagrama Año: 1991. Págs. 944 páginas. Tapa: dura.
Joyce, el irlandés, el tipo que pateó el diccionario y salió corriendo con las palabras rotas en los bolsillos. Ese que escribió como si cada palabra fuera un experimento fallido y cada frase, una bomba con retardo. Y Ellmann, el biógrafo - entomólogo persiguiendo a esa presa escurridiza que fue el escritor dublinés. Su libro, dicen, es la biografía definitiva. Un mamotreto que pesa como un ladrillo, sí, pero que ilumina como una linterna en una película de David Lynch: apenas lo justo, lo suficiente para que el misterio no se disuelva del todo. Un ladrillo lleno de rendijas por donde se cuela la luz turbia de una vida dedicada casi con obstinación enfermiza a desentrañar los misterios del lenguaje, y del alma humana, si damos por cierto que tal cosa existe. Un acercamiento al tipo que transformó a Dublín en un multiverso antes de que Marvel lo hiciera cool.
Y, hay que decirlo, Ellmann sale bastante bien parado tratando de entender a un hombre que no quería que lo entendieran, que quería que lo buscaran. Como ese disco de Dylan que te cambia la vida, pero solo si lo escuchas a la hora exacta, el día correcto y con el corazón en el lugar equivocado.
Luis Felipe "Yuyo" Noé (Buenos Aires Argentina 1933 - 2025)
(Libro firmado por el autor)
Ensayo. Editorial:
“Forzosamente me equivoco al escribir este libro. Me equivoco porque hablo de cuestiones abstractas y colectivas en relación con una labor concreta e individual; me equivoco porque hablo de una relación de causa y efecto; me equivoco, en definitiva, porque soy pintor y escribo. Por esto, ante todo, pido una disculpa inicial al lector. Este es un libro sobre pintura escrito por un pintor. Y, como se sabe, esto comúnmente no es tolerable”. Así presentaba su libro-manifiesto el artista plástico que hizo su primera exposición el 5 de octubre de 1959, en la icónica galería de arte Witcomb de Buenos Aires.
La mirada de Noé: "No creo en la frase común “Hay que poner orden en el caos”, porque poner orden en el caos es venir con prejuicios de ideas anteriores de lo que es orden-desorden. Y yo no creo que el caos sea sinónimo de desorden, sino que es la vida misma, con todo lo que va cambiando y se va gestando. Entonces, eso es lo que me fascina, el eterno fluir de la vida. Si bien la pintura es un arte estático, para mí es un desafío, como quien saca una fotografía de algo instantáneo dentro de lo que bulle. Lo he manifestado en mi obra a lo largo del tiempo de maneras muy distintas, por ejemplo, las instalaciones, las cuales me llevaron a situaciones de desborde con la pintura. Para mí, el caos es un tema profundo de pensamiento".
Michel Tournier
(París, Francia, 1924 - Choisel, Francia, 2016)
Literatura francesa. Editorial: Alfaguara - Año: 1986. Págs. 468
Jean y Paul son gemelos. Pero no de esos que se visten igual y se terminan casando con gemelas porque el mundo es así de flojo. No: Jean y Paul son gemelos malditos, existencialistas a la fuerza. Gemelos como una ecuación rota: uno representa el orden. El otro el caos. Uno quiere formar parte del mundo. El otro quiere que el mundo lo olvide. Uno escribe, el otro huye. Uno busca sentido, el otro lo arranca con los dientes. Los meteoros es la crónica de esa fuga.
Un viaje iniciático, pero sin lecciones de autoayuda, que irá atravesando Bretaña, Venecia, Djerba, Reykjavik, Nara, Vancouver, Montreal, Berlín. Para dejarnos un mapamundi de la desesperación. En ese recorrido, lo que parece una novela se vuelve una bitácora espiritual torcida, una crónica de viajes escrita por alguien que no sabe si quiere encontrar o perderse más todavía.
Salvador Elizondo
(Ciudad de México, México, 1932 - 2006)
Literatura latinoamericana. Editorial: Fondo de Cultura Económica - Año: 2018. Págs. 339 Tapa dura.
Elizondo, que nació en 1932 en una familia de dinero y cosmopolitismo, creció entre México, Alemania, Canadá e Italia. Su padre fue productor de cine y diplomático, él, narrador, ensayista y poeta. También estudió cine en el Institut des Hautes Études Cinématografiques, de París y formó parte del grupo conocido como Nuevo Cine e incursionó en el género con un corto experimental titulado Apocalipsis 1900 (1965).
Pero Salvador quiso ser escritor como quien quiere ser alquimista: para modificar la materia del yo. Y en estos diarios con ironía, pedantería deliciosa y ocasional ternura, vemos esa operación en marcha. Los Diarios 1945-1985 no son solo el registro de un hombre: son también la autopsia en tiempo real de una conciencia.
Hay días en que se odia por haber escrito mal. Otros en que se adora por haber escrito apenas. Y otros en que se describe observando una nube o el perfil de una mujer en la calle, y ahí uno se pregunta si no era justamente eso lo que perseguía: el instante quieto, el lenguaje atrapando el temblor.
Elizondo, además de escritor, fue fundador de las revistas S.NOB y Nuevo Cine y colaborador de otras como Plural, Vuelta y Siempre!. Entre sus obras destacan Farabeuf o la crónica de un instante (1965), una novela quirúrgica y fantasmal, donde el dolor y el deseo se funden con la precisión de un bisturí. Una novela de culto, como esas películas que solo se pasan a las tres de la madrugada en canales que ya no existen. Luego vinieron Narda o el verano (1966), El hipogeo secreto (1968), El retrato de Zoe y otras mentiras (1969) El grafógrafo (1972), Elsinore: un cuaderno (1988), Teoría del infierno (1992) y Estanquillo (1993).
Gay Talese (Ocean City, Nueva Jersey; 7 de febrero de 1932)
Literatura norteamericana.
En "Honrarás a tu padre", Gay Talese, la leyenda del ahora ya viejo "nuevo periodismo", presenta uno de los relatos más emblemáticos de no ficción sobre la mafia.
Publicada originalmente en 1971, esta obra detalla la ascensión y caída de la familia Bonanno, la misma que inspiró la exitosa serie televisiva "Los Soprano".
En 1969, mientras Mario Puzo presentaba su novela "El Padrino", centrada en la mafia de la década de 1940, Salvatore (Bill) Bonanno, hijo del líder Joseph Bonanno, estaba siendo juzgado por la Corte Federal de Estados Unidos.
Dos años después, Talese publicó este libro tras siete años de investigación, donde tuvo acceso a la vida cotidiana de las esposas e hijos de los líderes de las mafias judías e irlandesas que se habían infiltrado en los bajos fondos de Nueva York desde finales del siglo XIX.
John Huston (Nevada, Misuri, Estados Unidos, 1906 - Rhode Island, Estados Unidos, 1987)
Cine - Memorias.
John Huston, ese nombre que resuena a whisky barato y empresas peligrosas. Un tipo con la mirada de quien ha visto demasiadas puestas de sol en lugares remotos. Que dirigió como quien juega una mano de póker decisiva, con la astucia del tahúr y la épica del aventurero. Sus películas no eran solo celuloide, eran retazos de un mundo áspero, donde la codicia y el destino se daban cita en paisajes desolados o ciudades corruptas. Un narrador complejo de almas complejas.
Pintor, cazador, soldado, aventurero, talentoso escritor, guionista, púgil, jugador de póquer y ajedrez, mujeriego, bebedor y fumador empedernido y, por encima de todo, un gran narrador que aquí nos cuenta su vida A libro abierto.
El halcón Maltés, El tesoro de Sierra Madre, Cayo Largo, La noche de la iguana, La reina de áfrica, El hombre que pudo reinar, Los inadaptados, Los muertos y Bajo el volcán son algunos de sus grandes films.
Saul Bellow ( Lachine, Montreal, Canadá, 1915 - Brookline, Massachusetts, Estados Unidos, 2005)
Literatura norteamericana. Editorial: Alfaguara - Año: 2003. - Págs. 617. Encuadernación en tapa blanda. Traducción de Beatriz Ruiz Arrabal.
Los relatos reunidos de Saúl Bellow son un festín. Bellow despliega su capacidad para explorar la vida cotidiana, la complejidad del hombre moderno. Las emociones se debaten entre la ironía y la melancolía. Cada historia, una pequeña batalla: entre lo que se es y lo que se quiere ser.
Los relatos de Bellow pertenecen a una categoría rara: la de los libros que no sólo se leen o se viven, sino que, mientras los vas leyendo, te hacen sentir como si el tipo que los escribió supiera más de vos que vos mismo.
Porque Bellow, que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1976 por, entre otras cosas, entender de qué están hechas las derrotas con traje y las victorias con tristeza, no narra sino que disecciona. No cuenta historias, nos ofrece autopsias de lo cotidiano. Las grandes preguntas están ahí, escondidas en diálogos rápidos, en gestos sutiles. El peso de la vida, el del fracaso, el del deseo imposible. El mundo a veces brilla. A veces asfixia. Pero su literatura nos deja entrever una verdad incómoda: vivir es complicado, pero leemos para entender.
Escribió novelas también —Herzog, El legado de Humboldt, Ravelstein—, pero sus cuentos son otra cosa: una suerte de backstage emocional, el detrás de escena de lo humano.
“Yo creo que la literatura realista, desde un principio, ha hablado de las víctimas. Del individuo común y corriente y la literatura realista siempre se ocupa de individuos comunes y corrientes en lucha contra el mundo externo que, naturalmente, acaba por vencerlo… La corriente realista tiende a poner en tela de juicio el significado humano de los sucesos y de las cosas. La medida de nuestro realismo es la medida de nuestra propia amenaza contra el arte que practicamos. El realismo ha aceptado y rechazado invariablemente las circunstancias de la vida diaria. Aceptó escribir sobre la vida diaria, pero intentó hacerlo recurriendo a procedimientos extraordinarios. Este es el caso de Flaubert. El tema puede ser ordinario, ruin, degradante, pero redimido por el arte. El ambiente sugiere la forma, el estilo en que debe ser presentado. Yo trabajo apoyado en ese fundamento… Cuando escribo, pienso en algún ser humano que pueda comprenderme. Esto lo tomo muy en cuenta. Pero no pienso en ningún lector ideal. Permítame añadir esto: cuando escribo me acepto a ojos cerrados, como ese excéntrico que no puede concebir que alguien no comprenda con absoluta claridad todas sus excentricidades” (entrevista para The Paris Review, 1967)
Julián Ríos (Vigo, España, 1941)
(Libro firmado por el autor)
Literatura española. Editorial: Edicions del Mall, 1983. Col. Llibres del Mall. Sèrie Ibèrica - 8. Cubiertas originales en rústica ilustrada por Antonio Saura. Págs. 598.
Se llama Larva: Babel de una noche de San Juan. Su autor, Julián Ríos. Su estilo, todos los estilos. Otro título posible habría sido Larva' s Wake, aunque entonces su autor debería haber firmado como James Ríos o Julián Joyce. Ríos hace con el español lo que Hendrix hacía con la guitarra: lo retuerce, lo distorsiona, lo lleva hasta ese punto donde ya no es instrumento sino trance.
La villa, la larva, la verborragia: una noche en Fulham donde el idioma pierde la cabeza. Todo ocurre en una velada. Pero no en cualquiera. Es la noche de San Juan —la más larga del año, la más corta entre cuerpos—, cuando los solsticios se cruzan de piernas y los mitos salen de sus tumbas para bailar un rato. Estamos en Londres, mediados de los setenta, en una villa abandonada donde el protagonista Emil Alia, el hombre de las mil máscaras, el mutante polimorfo (como lo definió su autor) adopta la de don Juan durante esa noche oscura.
Y ahí, en ese escenario de mascarada decadente, como una ópera verbal en múltiples idiomas, donde el español no es lengua materna sino lengua madrastra, lengua impostora, lengua travesti tras la que desfilan el Catalán, francés, inglés, portugués, italiano… todos se cuelan, se copulan, se contaminan. Y el resultado es eso: una orgía textual. Un artefacto alienígena, una pieza de museo traída del futuro, donde las novelas no se leen sino que se descifran.
Peter Matthiessen (Nueva York, 1927 - Sagaponack, 2014)
Literatura norteamericana. Editorial: Seix Barral. Año: 2010. Traductor: Javier Calvo. Págs. 1136
Peter Matthiessen fue uno de esos escritores que parece haber vivido varias vidas. Nacido en 1927 en Nueva York, en el seno de una familia acomodada, estudió en Yale y se formó —como tantos escritores norteamericanos de su generación— en la tradición de los naturalistas y exploradores.
Pero lo que distingue a Matthiessen es el camino errático que lo llevó desde agente de la CIA en París, donde fundó la mítica revista literaria The Paris Review como cobertura para actividades de inteligencia, hasta convertirse en monje budista, activista ecológico y narrador, con una mirada que no sólo relata el mundo, sino que lo interroga y lo desafía.
Lo que pasó entre medio es casi una novela. O varias. porque también fue un caminante incansable de los rincones más remotos del mundo. Sus viajes a América del Sur y al Himalaya le inspiraron libros como Jugando en los campos del señor, una novela sobre el contacto de un grupo de misioneros norteamericanos con indígenas amazónicos llevada al cine por Héctor Babenco; y El leopardo de las nieves, un libro de viajes que funciona como un diario espiritual y bitácora metafísica que, a esta altura, ya es una novela de culto.
País de sombras es una obra mayor. Una novela total, que bien pudo llamarse La leyenda de un forajido. Es también, en cierto modo, una obsesión de tres décadas. Matthiessen pasó más de treinta años escribiendo sobre Edgar J. Watson, un personaje histórico —terrateniente, asesino, pionero— que encarna el lado oscuro del mito fundacional norteamericano.
Una historia que contó primero en una trilogía (Killing Mr. Watson, Lost Man's River y Bone by Bone), que luego reescribió por completo hasta refundirlas en un solo volumen: País de sombras.
La novela, ganadora del National Book Award en 2008, es un pantano narrativo: denso, envolvente, lleno de voces que obligan al lector a una maratón en tres tramos. El primer tramo, a modo de coro rural, está narrado por múltiples personajes que dan cuenta de la vida y muerte de Watson. El segundo es la voz de su hijo, tratando de entender quién fue realmente su padre. El tercero es Watson mismo, en un monólogo final y estremecedor.
La novela es un destilado con algo de Faulkner, de Conrad, de Melville y de Cormac McCarthy, pero también con algo ferozmente propio. Con una prosa que respira, suda, delira. Lenta como un río que arrastra cuerpos e ideas, pero que de pronto se agita, se acelera y se incendia. No es una novela, es una fiebre.
Henry Miller (Nueva York, 1891 - Los Ángeles, California, Estados Unidos 1980)
Literatura norteamericana.
Este no es un libro de memorias: es una descarga eléctrica disfrazada de conversación, un monólogo interrumpido por el recuerdo y la furia, por la carcajada sucia y la nostalgia limpia. Miller habla —y cuando Miller habla, lo hace como si leyera a Miller—: sin pudor, sin culpa, sin pedir permiso. Todo está ahí: Brooklyn, París, la pobreza como experiencia mística, el sexo como combustible espiritual, el fracaso como forma superior del estilo. Sus reflexiones sobre la escritura, sus lecturas, su vida en Big Sur, la pintura y su infancia.
Juan Rulfo (San Gabriel, México, 1917- Ciudad de Mexico, 1986)
(Libro firmado por el autor)
Literatura latinoamericana. Editorial: Fondo de Cultura Económica.
Pedro Páramo, es esa novela de Juan Rulfo que uno nunca puede recordar haber leído sino soñado.
Juan Preciado llega a Comala en busca de su padre. Pero lo que encuentra es un pueblo desolado. Las voces de los muertos flotan en el aire. Hay lugares que no existen para ser habitados, sino para ser atravesados. Y Comala es uno de ellos. Un pueblo lleno de ecos y murmullos —como si la muerte fuera la mejor red social—
La búsqueda se convierte en un laberinto. Un laberinto de recuerdos y ecos. El pasado de Comala es sombrío. Pedro Páramo, el tirano, arrasó con todo. Su nombre suena a polvo en un pueblo muerto que no sabe que ha muerto.
Porque Comala no es lugar sino un estado, un clima, una cámara de ecos, una especie de Aleph mexicano donde todo lo que fue y lo que no llegó a ser sigue hablando.
Rulfo transforma a Comala en un símbolo de desolación. Un espacio donde la memoria duele. Donde cada rincón está lleno de nostalgia. La prosa, casi poética, atrapa. Invita a sentir el desasosiego. En definitiva, Pedro Páramo es un viaje profundo, un viaje a las entrañas de la desolación. Cada sombra cuenta una historia. Cada susurro, un recordatorio de lo perdido. Un libro que no envejece porque nunca fue joven.
John Fowles (Leigh- on- Sea, Essex, 1926 Lyme Regis, Dorset, 2005, Reino Unido )
Literatura inglesa. Editorial: Anagrama. Año: 1991. Traductor: Enrique Hegewicz. Págs. 570
Fowles parió esta novela en los años sesenta, ese laboratorio histérico de transformación. Inglaterra estaba entre la melancolía del fin del imperio y el vértigo del Swinging London, entre la Guerra Fría que chisporroteaba con amenazas nucleares y la Guerra de Vietnam, entre el existencialismo sartreano que todavía vendía libros en los cafés, y los jóvenes en plan de fuga: de sus casas, de sus padres, de sus países, de sus nombres.
Es decir, un tiempo perfecto para que apareciera una novela que es, al mismo tiempo, un thriller psicológico, un tratado de metaficción, un melodrama romántico y una especie de test de Rorschach con forma de laberinto griego.
Y en medio de ese laberinto, Nicholas Urfe, el protagonista de El mago. Un personaje que es el negativo fotográfico de todos los protagonistas de las novelas de iniciación: alguien que empieza sabiendo demasiado y termina sabiendo nada. Y Maurice Conchis, el mago, un demiurgo con alma de director de cine experimental. ¿Un dios cruel o un psicoterapeuta demente? ¿Un manipulador sin causa o un artista del trauma?
Fowles leía a Jung, a Camus, a Proust, y pensaba que el mayor crimen de la literatura moderna era explicarlo todo. Su venganza fue El mago, donde el lector oficia de cómplice, de víctima y de mago involuntario. Una novela en la que el lector ansioso, el que necesita resolución, justicia narrativa o moraleja, lo va a pasar mal. Porque de lo que se trata no es de buscar respuestas sino preguntas mejores. Una narración donde cada personaje, lugar y situación está cuidadosamente construido para tener más de un significado. Una novela sobre el voyeurismo, la vigilancia y el control invisible cuyo texto es una caja china con narradores no confiables.
Fowles es una especie de prestidigitador de la narrativa cuyo truco no es hacer desaparecer el conejo, sino convencerte de que alguna vez hubo uno, y una máquina de generarte preguntas: ¿No es Phraxos una versión anticipada del metaverso, ese lugar donde todo es posible pero nada es real? ¿Y si Nicholas Urfe es un personaje atrapado en la novela de otro? ¿Y si Conchis es Fowles, y Fowles es Dios, y Dios es un novelista cansado?
Hay novelas que se entienden, otras que se disfrutan, y algunas, las más peligrosas, como esta, que se recuerdan sin haberlas comprendido del todo. En ese sentido El mago funciona como un disco rayado, un libro que se repite en el cerebro como un loop: cada vez que pensás que saliste, volvés a entrar.
William Burroughs ( San Luis, Misuri, Estados Unidos, 1914 - Lawrence, Kansas, Estados Unidos, 1997)
Literatura norteamericana. Editorial: Minotauro. Tapa dura. Año: 1995. 167 Págs.
El lenguaje es un virus, decía Burroughs. Y él fue su mutación más peligrosa. Su obra no cabe en la literatura sino que fue un virus cultural que se esparció hacia todos los territorios que valían la pena contaminar. El rock, por ejemplo: no sería lo que es sin esa sombra torcida que dejó caer sobre sus primeros devotos. The Soft Machine, no solo un nombre robado, sino un manual de instrucciones para desarmar la realidad. Steely Dan: un guiño lubricado, un fetiche mecánico. Músicos como Keith Richards, Laurie Anderson, Frank Zappa, Tom Waits y Patti Smith, no solo lo leyeron: lo bebieron como quien se vacuna contra la normalidad. El cine, cierto cine, también lleva su ADN : David Cronenberg, por ejemplo, lo entendió demasiado bien: toda su filmografía —de Shivers a eXistenZ— late bajo la lógica burroughsiana del cuerpo como territorio invadido, mutante, controlado. Su adaptación de El almuerzo desnudo en 1991 fue menos una película que un acto de posesión. Difícil pensar en Alien sin Burroughs: esa criatura blanda, húmeda y sexual que te penetra desde adentro es, antes que un monstruo espacial, una alegoría a lo William de cómo el cuerpo humano es siempre un territorio invadido.
Su método del cut up, una combinatoria de recortes y fragmentos que desacralizan la palabra y la noción de autoría, y la radicalidad experimental de su prosa se filtraron hasta formar parte del tejido mismo de la contracultura. David Bowie, cuando grabó Diamond Dogs (1974), no solo se inspiró en El almuerzo desnudo: también tomó prestada la técnica del cut-up para escribir las letras, cortando y recombinando palabras como quien invoca espíritus en un idioma roto. Tras conocerlo a mediados de los 60, Bob Dylan se sumergió en el cut up para dejar atrás su etapa folk. Más acá, Thom Yorke, de Radiohead, aplicó el método para componer las letras de Kid A.
La cultura del mashup, ese arte de mezclarlo todo hasta que algo nuevo respira, demuestra que, al final, los músicos fueron los discípulos más fieles y felices de Burroughs, sus verdaderos hijos bastardos de cinta adhesiva y ritmo mutante.
Porque Burroughs no fue un profeta sino un ingeniero genético de la cultura, un hacker avant la lettre, alguien que entendió, mucho antes que nadie, que la revolución no vendría por tomar el poder, sino por reprogramar las formas de decir, de ver y de escuchar.
La máquina blanda es cómo incendiar las palabras en un reactor nuclear y escribir con sus cenizas. Un libro radiactivo que no pretende contarte algo sino contaminarte. No hay argumento, en el sentido clásico del término. Quien busque un relato lógico se encontrará empantanado. Lo que hay, en cambio, es un conjunto de visiones hilvanadas a cuchillo: cuerpos intervenidos, lenguajes que mutan, gobiernos invisibles que tejen redes de control. Leer la máquina blanda es como caminar por una ciudad que va desapareciendo metro a metro bajo tus pies: no hay suelo firme. Una novela que se escribe a sí misma mientras se borra, un reportaje a la descomposición, a la entropía organizada de lo humano.
De fondo, suenan siempre esas preguntas que Burroughs no formula de forma explícita pero que hacen sangrar los oídos: ¿Quién controla tu lenguaje? ¿Quién programa las palabras que crees que son tuyas? ¿De qué material están hechas nuestras máquinas blandas?
Leerlo es dejar que te hackeen el cerebro para descubrir que nunca fue completamente tuyo.
Truman Capote ( Nueva Orleans, Luisiana, Estados Unidos 1924 - Los Ángeles, California, Estados Unidos, 1984)
Literatura norteamericana. Editorial: Ediciones B. Tapa blanda. Año: 2006. 624 Págs.
Truman Capote no construyó una carrera ni un mito, construyó un personaje, lo encarnó y luego y extrañamente lo miró desmoronarse, copa en mano, en cámara lenta.
La biografía monumental de Gerald Clarke, publicada en 1988, nos permite asistir en primera fila al espectáculo de esa decadencia: con luces bajas, trajes de lino y la voz nasal como una melodía de veneno y azúcar.
Capote no era simplemente el niño raro de Alabama que a los cinco años ya se sentaba a escribir en la máquina de su madre adoptiva. Era, cuenta Clarke, una criatura que decía, a los cuatro años, que su ambición era ser "famoso, muy famoso", no escritor famoso, no artista famoso, simplemente: famoso. Punto.
Y lo fue, por inventar el "true crime" literario con A sangre fría, a partir de una noticia que leyó en 1959 en las páginas de The New York Times. Una noticia breve, casi insignificante: el asesinato brutal de una familia entera, los Clutter, en un pueblito polvoriento de Kansas, fue el inicio de su nuevo proyecto: No una novela, no un reportaje, algo nuevo: un libro que narrara hechos reales con la tensión de la ficción. Capote no solo investigó. Sedujo. Sedujo al sheriff, a los investigadores, a los vecinos. Y, sobre todo, a los asesinos.
Cuando capturaron a Perry Smith y Dick Hickock, Capote inició una relación ambigua con ellos. Los visitaba, les llevaba cigarrillos. Les preguntaba sobre su infancia, sobre sus sueños rotos y sobre esa noche fatal. Pero sobre todo, miraba a Perry, con una mezcla peligrosa de compasión, deseo y horror.
La relación intensa se mantuvo, Capote necesitaba que sus protagonistas siguieran vivos para seguir extrayéndoles confesiones... pero también necesitaba que murieran para cerrar su historia. Y Capote esperó. Y esperó durante años, y les prometió ayuda legal, les llevó esperanzas, mientras en su interior anhelaba su ejecución para poder poner el punto final a su historia.
Cuando finalmente los asesinos fueron ahorcados en 1965, Capote estuvo allí. Presenció el ahorcamiento y tomó notas. Sintió que algo dentro de él también se había quebrado. El libro se publicó en 1966: fue un éxito inmediato y una revolución en el periodismo narrativo. Con el tiempo se convirtió también en una obra maestra literaria.
Antes, mucho antes de las escenas de crimen y de los asesinos tatuados, estuvo ella: Holly Golightly. La criatura luminosa, resbaladiza, inasible que Capote inventó para Desayuno en Tiffany's en 1958 y que Audrey Hepburn inmortalizaría en el cine.
¿Quién era Holly? ¿Una escort? ¿Una buscavidas? ¿Una niña perdida con una pitillera de plata y gafas oscuras? Era, quizás, sobre todo, una versión filtrada, estilizada y soñada del propio Capote. Una novela que es, en el fondo, una carta de amor a la fragilidad.
Pero la gloria, como bien sabe todo personaje de tragedia, no dura. Después de Desayuno y A sangre fría, Capote nunca volvió a terminar otro libro tan importante. Siguió escribiendo, a trancas, a golpes, a dentelladas.
En 1979 publicó Ataúdes tallados a mano, un libro breve, un relato largo o novela corta que parece casi un hijo enfermo de A sangre fría: más rápido, más oscuro, más torcido.
Después se dedicó a otra forma de escritura: la de su propia caída libre. Publicaba capítulos sueltos de Plegarias atendidas —un ajuste de cuentas cruel contra sus antiguos amigos ricos— y se ganaba enemigos en tandas de a cien.
Todo esto lo cuenta Clarke con detalle, como el famoso Baile en Blanco y Negro de 1966 en el Plaza Hotel, donde Truman invitó a 500 de las personas más influyentes del planeta a bailar en máscaras y a confirmar que sí, que el pequeño freak sureño se había comido a la alta sociedad entera con cuchillo y tenedor.
El libro de Clarke no cae ni en la hagiografía ni en la autopsia fría, es una biografía sobre la belleza y la ruina, sobre el talento y su venganza, sobre un niño que inventó a un monstruo para protegerse y terminó devorado por él a los 59 años.
Ezra Pound ( Hailey, Idaho, Estados Unidos, 1885 - Venecia, Italia, 1972 )
Ensayo.
El genio de Ezra, ese torbellino de ideas, ese tipo que lo mismo te escribía unos cantos herméticos que te bancaba a Mussolini no solo escribió sobre Joyce: lo inventó en el corazón del siglo XX. Lo descubrió mientras oficiaba de secretario del poeta W. B. Yeats, y después, como un fanático, se dedicó a convencer al resto del mundo de que estaba ante un nuevo y definitivo animal verbal. Y claro, uno lee a Pound - ese gringo con pinta de profeta loco - hablando de Joyce, y siente esa electricidad, esa convicción de alguien que ha visto la luz.
A Pound hay que imaginárselo como una especie de motor fuera de borda pegado a la espalda de los modernistas, gritándoles instrucciones que nadie pedía pero todos, de alguna manera, seguían.
La relación entre ambos fue una de esas amistades de alta tensión, donde el respeto es absoluto pero la paciencia, mínima. Y Pound en estas cartas y ensayos habla de Joyce con la furia del creyente, del primer apóstol, y la lucidez del espía: ve más allá de la época, adivina en el monstruoso Ulises no un libro sino un nuevo órgano sensorial para la especie humana.
Porque Pound - genial poeta de la modernidad estadounidense - entendía que Joyce no escribía para sus contemporáneos sino para un lector futuro, un lector que probablemente nunca existiría o que tardaría siglos en evolucionar. Y aun así, insistió. Leer Sobre Joyce hoy es como escuchar la transmisión de una radio lejana, que emite desde el corazón de un siglo convulso la voz de un visionario de las letras.
David Lynch (Missoula, Montana, Estados Unidos, 1946 - Los Ángeles, California, Estados Unidos, 2025)
Cine - Entrevistas. Editorial: Cuenco de Plata. Año: 2017. 352 Págs.
Esto más que un libro es una carretera perdida que lleva directo al cerebro de David Lynch. Acá, la oreja cortada pudriéndose entre tantas visiones es la del lector. Porque hay directores que hacen películas, Lynch no. Él construyó un campo electromagnético donde conviven el cine, la pintura, los sueños, la meditación trascendental, el rock industrial, los sonidos siniestros de una bombilla fundiéndose y la forma específica en la que el cabello se comporta bajo una luz estroboscópica. Sus obras: Eraserhead, The Elephant Man, Blue Velvet, Wild at Heart, Lost Highway, Mulholland Drive, Inland Empire, y, por supuesto, Twin Peaks, la serie que en 1990 desquició a la televisión antes de que la televisión supiera que podía volverse arte, son nuestras pesadillas.
Leer a Lynch hablando de Lynch es como ver sus películas en papel: uno no entiende todo, pero siente que algo muy importante está pasando. Lynch por Lynch es una conversación con un oráculo que fuma, se ríe y esquiva respuestas y, sin quererlo, revela más que muchos ensayos académicos.
Habla de la podredumbre como quien describe un perfume. Habla del cine como quien habla de otra vida que se le ocurrió mientras lavaba los platos. Y en ese caos, en esa ausencia de teoría, aparece algo que no se parece a una respuesta pero que quema como una revelación.
Lezama Lima (La Habana, Cuba 1910 - 1976)
Poesía.
Abrir este volumen es como leer un códice encontrado en las ruinas de una civilización que todavía no nació. Y aunque no se lo descifre, se intuye que más que un libro es un objeto ritual. Y lo que ofrece no es lectura sino rito.
¿Quién fue Lezama? Un gordo habanero que apenas se movía de su butaca, un hijo de militar que le declaró la guerra a la sintaxis, un católico barroco que descreía del tiempo.
También podemos verlo como un Góngora que comía guayabas o un Proust que en vez de magdalenas mojaba frutas en ron. Era, básicamente, un hombre que sudaba mitologías y que, en cualquier caso, no escribía para ser entendido: escribía para que lo vislumbraran.
En los años 40 fundó la revista Orígenes, donde moldeó a toda una generación de escritores cubanos mientras él seguía encerrado, leyendo a Pascal a Virgilio y a Heráclito como si fueran amigos de la cuadra. Y aunque no salió nunca de Cuba, viajó más lejos que todos los Kerouacs juntos . Y escribió Paradiso, la novela inabarcable, ilegible para algunos, fundamental para otros.
Pero antes y después, siempre fue poeta. Y esta Poesía completa es un mapa sin coordenadas, un cuerpo con más órganos que funciones. Un artefacto donde todo está en proceso de combustión lenta. Donde la poesía no avanza en línea recta sino en remolinos, en espirales, en colapsos como si fuera una supernova tropical.
Leerlo hoy es una experiencia que se parece a ver una película que mezcla a Buñuel, Kubrick, García Márquez, y el National Geographic del año 1930. Una película que dura ocho horas y que uno no entiende pero ama. Porque Lezama, hay que decirlo, en muchos casos no se entiende. Aun así, se relee. Se descifra.
Raymond Chandler (Chicago, Illinois, Estados Unidos 1888 - San Diego, California, Estados Unidos 1959)
Literatura norteamericana.
Raymond Chandler nació en Chicago en 1888, pero se crio en Inglaterra. Estudió letras clásicas y modernas en su largo periplo europeo por Inglaterra, Francia y Alemania. Y se sintió como un extraño a ambos lados del Atlántico y eso, esa imposibilidad de pertenecer del todo, es quizás lo que mejor explica su literatura: su extrañamiento constante frente al mundo que describe. Antes de escribir novelas, fue ejecutivo petrolero, contable, marido tardío y alcohólico.
A los 45 años, en plena Gran Depresión, perdió su empleo y decidió que podía ganarse la vida escribiendo. En 1939 escribió su primera novela, El sueño eterno, tras varios relatos que sirvieron para pulir su estilo. Su detective Philip Marlowe, al igual que él, es solitario, melancólico, escéptico, tierno, cínico, desencantado y honesto. Su alter ego.
En esta última novela de la saga, Playback (1954), muestra el desmoronamiento del detective y su creador. Chandler estaba solo, enfermo, con la botella ganándole por puntos y desolado por la muerte de Cissy, su segunda esposa, un golpe que lo dejo caminando por inercia. Marlowe, en tanto, se mueve en una ciudad más fantasmal que nunca, persigue a una mujer que parece una sombra y resuelve un caso que no quiere ser resuelto. Todo parece un reflejo sucio en un espejo de motel barato, donde un tipo te mira desde el fondo del vaso y no sonríe porque ya no le sale.
Su prosa es jazz frío, sintaxis con resaca, diálogos que podrían matar si se los dijera en voz alta. Chandler no inventó al detective hard-boiled pero lo volvió poeta de la descomposición urbana.
Dashiell Hammett (Condado de Saint Mary, Maryland, Estados Unidos 1894 - Nueva York, Nueva York, Estados Unidos 1961)
Literatura norteamericana.
Un hombre llamado Spade, podría ser uno más de los epitafios-poemas que compiló en la antología de Spoon River el poeta Edgar Lee Masters. O el comienzo de una canción de Tom Waits, con olor a cigarro mojado y calle sin salida. Pero en definitiva es el título que reúne cuatro relatos detectivescos y tres historias del mítico detective que creó Dashiell Hammett, un detective real que se sentó a escribir porque la vida le quedaba corta.
A diferencia del bueno de Philip Marlowe de Chandler, Sam Spade no es un buen tipo. No finge serlo ni le interesa. Él lleva la ley en el bolsillo, doblada, sucia, rota. Y su brújula moral apunta hacia donde esté la menor cantidad de basura, no hacia el norte.
En Hammett no hay sentimentalismo, y el crimen no es un enigma sino una forma de respiración social donde la violencia no es espectacular sino inevitable. En su mundo no hay buenos. Con suerte algunos son menos malos y con eso le alcanza.
Porque el icónico detective interpretado por Humphrey Bogart en la película El halcón maltés, es un hombre que no duda entre el bien y el mal: simplemente entiende que en su mundo, esos son dos nombres distintos para la misma sombra bajo distinta luz.
Mark Fisher (Leicester, Reino Unido, 1968 - Felixstowe, Reino Unido, 2017)
Ensayo.
Mark Fisher: ese profeta triste que puteaba en mayúsculas contra el capitalismo mientras citaba a The Wire y a Joy Division como si fueran capítulos de El Capital o notas al pie de La Náusea nació en Leicester en 1968.
En tiempos de capitalismo tardío, series por streaming y ansiedad en alta definición— ese año ya dice mucho: nació el mismo año en que mataron a Martin Luther King y a Kennedy versión Robert, el mismo año en que Kubrick mandó una nave al espacio y los estudiantes franceses quisieron incendiar el mundo con un adoquín. También dice que tenía diez años cuando murió Elvis, once cuando explotó el punk, quince cuando se estrenó Blade Runner, y veinte cuando Thatcher ganaba su tercer mandato.
Es decir: vino al mundo justo cuando el futuro parecía posible y creció justo cuando ese futuro empezó a oxidarse, escuchando el zumbido sordo de un país descompuesto mientras se alimentaba leyendo ciencia ficción y la literatura fantástica de H.P. Lovecraft.
Estudió filosofía en la Universidad de Warwick. Allí cayó en la madriguera de los CCRU (Cybernetic Culture Research Unit), un grupo de pensadores tecnoalucinados que escribían como si estuvieran siendo poseídos por William Gibson y Deleuze al mismo tiempo. Ahí estaba Nick Land antes de volverse loco por la derecha.
Fisher fue un académico riguroso, presentó en la universidad de Warwick su tesis doctoral: Contructos flatiline. Materialismo gótico y teoría-ficción cibernética. Que es algo así como Fisher leyendo a Marx con ojos de replicante y escuchando el zumbido del colapso en estéreo. Es filosofía escrita con el ritmo de un bajo post-punk y la desesperación de quien sabe que el tiempo se acabó pero la máquina sigue andando.
K-Punk no fue un blog, su blog, sino un bisturí. Fue su bitácora de guerra. Y estos dos tomos no son un mausoleo, son una barricada. Y lejos de ser un homenaje, es una caja de herramientas. O casi un diario íntimo y fragmentario escrito por este filósofo triste con espíritu de DJ espectral donde cruza el pop, la política, el cine, la música electrónica, la teoría crítica, el marxismo fantasmal, la televisión británica, los videojuegos, la depresión clínica, la educación pública, la clase obrera disuelta y el fantasma omnipresente del futuro. Porque Fisher hablaba del derrumbe como quien hace un top ten de discos post-punk, leía Blade Runner como tratado de filosofía y escuchaba la rave como si fuese el eco eléctrico de una clase obrera borrada del mapa. Todo como si fueran parte de una misma cartografía, un tejido que sólo él parecía ver completo.
Dos tomos que pesan lo mismo que la tristeza que acumuló Fisher durante décadas de neoliberalismo, en los que intentó pelear contra lo que él llamaba "realismo capitalista", esa forma astuta y pegajosa de convencernos de que no hay alternativa, de que esto —esto que no nos alcanza, que nos aplasta, que nos anestesia— es todo lo que hay. No una doctrina sino una resignación con marketing.
Durante mucho tiempo Fisher cargó con ese lastre oscuro, esa niebla espesa llamada depresión. Sin embargo, no la escondió. La escribió y la teorizó. La mostró como síntoma mientras leía el presente como quien intenta leer un mensaje oculto en la estática.
El 13 de enero de 2017, a los 48 años, Fisher se quitó la vida. Y al hacerlo, se convirtió del todo en lo que ya era en parte: un fantasma. Uno de esos que no asustan pero que vuelven para recordarnos lo que preferimos olvidar: Que hubo un futuro. Que pudo haber sido distinto. Que todavía, si uno presta atención, se lo escucha zumbando, como un loop interminable en las grietas del presente.
Raúl Baron Biza (Buenos Aires, Argentina 1899 - 1964)
Literatura latinoamericana
Todo estaba sucio —un título como una advertencia, como el rótulo escrito con el dedo en la ventana empañada de un mundo que dejó de respirar— no es una novela en el sentido tradicional del término sino más bien una suerte de artefacto narrativo que huele a papel húmedo y sudor seco, a tinta mezclada con sangre. Un libro-objeto-obsesión salido de la mente de un hombre roto llamado Raúl Barón Biza: millonario, político de opereta, escritor tardío y suicida temprano. Un personaje que no sólo escribió con palabras sino también con gestos irrecuperables —como el de lanzarle ácido en la cara a su esposa, Clotilde, que, desfigurada, después se mató. Antes lo hizo él, tras la agresión, y después su hija, y después su hijo. Una familia como una maldición. O un final escrito antes del prólogo.
Y en el centro de ese torbellino, Todo estaba sucio, publicado póstumamente, cuando su cadáver ya se estaba empezando a enfriar pero las palabras seguían ardiendo. Porque Barón Biza, que nació rico pero que prefirió perderlo todo —la herencia, el prestigio, la fe en cualquier cosa parecida al amor—, dejó este libro como quien deja una bomba de tiempo en la biblioteca: algo que al abrirlo no estalla pero te deja sordo para siempre.
Y como si no bastara con todo eso —como si hiciera falta remarcar lo oscuro con tinta más negra—, las ilustraciones corren por cuenta de Benjamín Mendoza y Amor, pintor boliviano con nombre de telenovela y vida de novela negra: surrealista errante, dandi con alucinaciones religiosas, y fallido asesino del Papa Pablo VI, en Manila, en 1970. Pero antes —mucho antes, cuando aún no afilaba cuchillos en nombre de Dios— paseaba su locura por San Telmo, vendía cuadros que parecían salidos de un sueño pestilente, y ponía imágenes a los textos de Barón Biza. Dibujo y escritura como dos formas de la misma enfermedad.
Y entonces, lo que ocurre es esto: dos hombres desesperados (uno que escribe con furia y otro que dibuja con rabia) cruzan sus caminos en este libro, que no quiere contarte una historia sino escupírtela en la cara.
Porque Todo estaba sucio es un acto. Un acto de desesperación, pero también de lucidez. De esa lucidez que sólo llega cuando todo está perdido. En estas páginas —estas páginas manchadas, manoseadas, como si el lector estuviera hojeando no un libro sino los restos chamuscados de una conciencia que decidió volverse ilegible— no hay piedad para nadie. Todos caen. Caen los comunistas con sus panfletos descompuestos, los conservadores con su naftalina moral, los reaccionarios rumiando glorias pasadas, los revolucionarios embriagados de futuro, los religiosos con su incienso de culpa, los ateos con su fe en el vacío. Aquí no se salva nadie. Y eso duele. Y eso, también, fascina. Porque uno quiere dejar de leer —quiere salir de esa habitación sin ventanas que es Todo estaba sucio— pero no puede: algo empuja, arrastra, obliga a seguir.
Y ahí, en ese punto de no retorno, el lector se acuerda no tanto de Bukowski o de Henry Miller sino de esa otra estirpe, más peligrosa, más condenada: Céline, el maldito oficial, y Jünger, el entomólogo de la devastación. En definitiva, un testamento dictado por alguien que se sabe condenado. Un diario íntimo escrito con la mano izquierda y la sangre de todos los que ya no están. Todo estaba sucio. Todo sigue sucio. Y tal vez —sólo tal vez— así debe ser.
James G Ballard (Shanghái, 1930 -Londres, 2009 )
Memorias.
James Graham Ballard nació en Shanghái (China) en 1930, hijo de comerciantes británicos que vivían bajo la burbuja colonial. A los 13 años ya sabía qué era un campo de concentración: en 1943, en el marco de la guerra entre Japón y China, su familia fue detenida por el ejército japonés y recluida en el campo de Lunghua, una prisión en donde la comida escaseaba y la vida se reducía a una sucesión de días idénticos. Si se quisiera inventar un escritor de futuros tóxicos, no se lo podría situar mejor.
Después, llegó la lluvia inglesa. Tras la guerra, su familia se trasladó a Inglaterra, donde estudió medicina en Cambridge, pero abandonó la carrera para dedicarse a la escritura. Trabajó como redactor en un periódico técnico, fue portero del Covent Garden y piloto en la Royal Air Force canadiense. Pero su verdadera vocación era otra: la de un explorador de las ruinas del siglo XX.
En 1964, cuando su carrera literaria comenzaba a despegar, tuvo años de silencio medido a fuerza de trabajo menor y crianza mayor: su esposa murió joven, y Ballard debió criar solo a sus tres hijos entre latas de sopa y libros de anatomía que alimentaban su imaginación perversa.
En esta etapa, Crash injuries: The integrated Medical Aspects of Automobile injuries and Death, fue algo así como el evangelio biomecánico que le inspiró una exposición y dos de sus obras más polémicas. En ese libro, entre radiografías y diagramas de cráneos fracturados, entre listas de lesiones compatibles con el impacto de un cuerpo con el parabrisas o el volante, Ballard descubrió el lenguaje del metal contra la carne .
Y aunque la clasificación literaria así se empeñe, lo de Ballard nunca fue la ciencia ficción, sino que escribió para diseccionar el presente como un patólogo. Lo suyo era la ciencia forense, la autopsia de lo real. En su mundo, nadie viaja a Marte: viaja por la autopista, soñando con estrellarse. Le bastaba observar un shopping center, un estacionamiento vacío, una torre —una cualquiera, de esas con ascensores que huelen a orina y a perfume caro— para mostrar el derrumbe del contrato social. Contra toda idea del espacio exterior como amenaza, sostenía que “el planeta más alien es la Tierra”.
En sus novelas —desde Crash a La isla de cemento, de Rascacielos a Exhibición de atrocidades — el cuerpo es un campo de pruebas y la mente, un laboratorio averiado. Ballard no escribía para tranquilizar. Escribía para abrir heridas. Para mostrarnos, como un noticiero deforme, lo que somos cuando nadie mira: cuerpos acelerando contra el metal, vidas anestesiadas por la tecnología, almas que sueñan con accidentes porque lo único que queda es la colisión. En su obra no hay consuelo, tampoco moraleja.
En 1970, debutó en las artes plásticas con una instalación de autos chocados que fueron exhibidos como piezas de arte en el New Arts Laboratory de Londres. La exposición fue un fracaso, pero la idea germinó en su mente y tres años después publicó Crash, la novela que sigue a un grupo de fetichistas de accidentes automovilísticos. El primer editor al que ofreció el libro escribió sobre el manuscrito: “Este autor necesita ayuda psiquiátrica”.
El libro es un cuerpo impreso con tinta que transpira semen, sangre, combustible y tristeza. Un grupo de personajes que se excita con los accidentes de tránsito, que sueñan con cicatrices en forma de parachoques o se masturban con la idea del cuerpo atravesado por vidrio. Cada colisión es un orgasmo. Cada orgasmo una colisión. En el universo ballardiano, el sexo ya no ocurre entre cuerpos, sino entre velocidades. Una orgía entre el metal y la mirada, donde el amor es, quizás, lo que ocurre en el instante exacto en que el hueso atraviesa la piel, como un poema mecánico.
Pero antes de Crash ya había publicado, en 1970, la polémica Exhibición de atrocidades. Un libro experimental, desarticulado, fragmentario. Un zapping antes del zapping. Más que una novela una alucinación quirúrgica. Si Crash es pornografía de acero, esta es pornografía del inconsciente colectivo, paisajes mentales por la que transitan Malcolm X, Lee Harvey Oswald, estrellas de cine como Elizabeth Taylor, Brigitte Bardot, Jeanne Moureau; Vietnam, el Congo, Kennedy, Marilyn, el Napalm, accidentes automovilísticos como ceremonias eróticas, cuerpos como carteles de neón rotos. Personajes con nombres mutantes: Talbert, Traven, Travis Talbot… Un catálogo de visiones, un disparo alucinógeno al inconsciente del lector, donde cada fragmento lleva títulos que suenan a diagnóstico clínico o manifiestos artísticos. Leerlo es pensar en un William Burroughs con estetoscopio o en Cronenberg antes de ser Cronenberg.
Tras los primeros libros, Ballard continuó explorando los límites de la ficción como quien recorre los pasillos clínicos de una conciencia fracturada dejando ver que el confort es una prisión con termostato y que el enemigo no viene en naves sino en rutinas. Y los cuerpos, esos viejos territorios del deseo, se modelan para ajustarse al trauma, mientras el deseo es ruido de fondo y la forma sigue al dolor.
En La bondad de las mujeres, hay que señalarlo, hay otro Ballard, es, podría decirse, una autopsia luminosa de su vida. Una novela autobiográfica donde la ciencia ficción se disuelve en memoria y la memoria se comporta como una ciencia exacta del dolor. Es el intento de comprender qué queda cuando todo colapsa, el dibujo de un mapa del alma después de la catástrofe con el telón de fondo de las mujeres que lo sostuvieron en cada ocasión. “Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de su imaginación, que me toca tan de cerca… en su cariñosa tolerancia de mis propias perversiones”, escribió.
Ballard murió en 2009, pero profetizó el mundo que habitamos. Un mundo donde las pantallas reemplazaron a los paisajes y las emociones se han tercerizado a algoritmos. Donde el cuerpo es interfaz, es parque temático de traumas patrocinado por farmacéuticas y la catástrofe no es excepción sino contenido, donde la distopía se volvió diseño de interiores y la única emoción verdadera es la notificación. Donde el dolor se monetiza y la identidad se mide por número de impactos. Donde tú, lector, le das click a un video viral en el que alguien se lastima (un hueso, la dignidad…) y sin saber por qué lo viste ya tres veces. Donde ya no vivimos: generamos contenido. Donde todo se graba y nada se recuerda.
Martín Caparrós (Buenos Aires, Argentina 1957)
Literatura latinoamericana
La Historia, así, con H mayúscula, como se escribe el Horror o el Hambre, es la novela desmesurada, compleja, el sueño y la pesadilla de cualquier historiador que Martín Caparrós publicó en 1999, y que reeditó Anagrama en 2017. Es el Evangelio Apócrifo del Calchaquismo, la Wikipedia de una civilización que no existió más que en el delirio mental de este escritor que se cansó de contar el mundo y decidió inventarse uno propio.
Caparrós, a diferencia de lo que alguna vez hizo en un programa de televisión que condujo -cuando inventó al escritor José Máximo Balbastro - no se conforma con falsificar una vida sino que falsifica una civilización. Aquí hay un imperio que nunca existió. Hay una lengua que nadie habló nunca, un castellano de todas partes y de ninguna. Una ciudad que se nombra como si se recordara: Calchaqui. Que tiene gastronomía, sexo, revoluciones, literatura, regímenes políticos, armas ceremoniales, genealogías sádicas, metafísica de Estado, teorías del tiempo, cosmogonía partidaria y, como corresponde, una teocracia que también es performance filosófica. Y sangre. Porque donde hay historia, hay sangre.
La novela está contada en dos planos que se espejan y se traicionan: el relato manuscrito del siglo XVII, escrito por un tal Oscar —príncipe heredero a punto de enterrar a su padre y heredar el poder de manipular el tiempo— y el aparato crítico de un historiador argentino, Mario Corvalán Ruzzi, marxista, que encuentra el texto en una biblioteca francesa y lo interpreta como si fuera una clave cifrada del destino nacional. Borges se ríe en su tumba. Cervantes, en el epígrafe, le pasa la posta: “la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”.
Todo arranca con una frase que suena a epitafio y manifiesto: “Ya no hay más muertes bellas. Si hubiera, sería que tantas otras cosas no sucedieron mientras. Si llegara a haber, todo sería un error bruto. La historia, más que nada, sería un bruto. Pero ya no hay. Las muertes bellas llegaron a ser una amenaza. Ahora ya no son necesarias, o sea: ya no son posibles”. Lo dice Óscar en el umbral de un tiempo nuevo.
Un libro que podría verse como un Borges vitaminado con proteínas de Carlos Fuentes y esteroides de Diderot, una saga que empieza como boutade y termina, mil páginas después, como una catedral barroca construida con palabras alucinadas y obsesión por la estructura. Quizás —sí, quizás, porque toda certeza en esta novela se resbala— podríamos decir (forzando un poco el paralelismo, claro, pero qué otra cosa hace la literatura sino forzar lo imposible hasta que se vuelve verosímil) que así como el semiólogo Umberto Eco, en El nombre de la rosa, hace fracasar a la semiología al mostrar cómo ningún signo es suficiente, cómo ningún código descifra del todo el crimen ni el deseo ni la risa — el historiador Caparrós hace fracasar a la historiografía en esta monumental Historia.
Porque en este museo inabarcable de relatos, teorías, documentos, anécdotas, cartas, silencios y parricidios, con vicuñas sexuales robóticas, monarcas que mueren con estética y tratados con nombres que parecen discos de rock progresivo la Historia se vuelve pura narración sin garantía, novela de novelas, archivo fallado. Testamento de lo que no se puede contar sin inventarlo. Lo que comienza como reconstrucción se convierte en ruina; lo que parecía una biografía se descompone en una constelación de tiempos rotos. Y al final queda esa sensación de haber asistido a la demolición de la idea misma de verdad histórica.
En cualquier caso, de lo que no hay duda, es que estamos frente a una novela totalizadora, arrogante, artesanal y genial que funciona como un mega yacimiento arqueológico.
Aquí hay teatro barroco, sonetos gongorinos, falsificaciones historiográficas, ciencia-ficción prehispánica, una novela enciclopédica con humor negro, y todo contado en una lengua que parece traducida.
Por su potencia y volumen La Historia es un libro que debió estallar culturalmente como meteorito en la llanura argentina, pero que —como suele pasar con las obras descomunales y sin género fijo— cayó en el limbo del “no sabemos qué hacer con esto”.
Pero precisamente en esa indefinición radica su fuerza, como todo gran libro falso, La Historia es una verdad enmascarada. Dice todo lo que no fue para hacernos pensar en lo que sí podría haber sido.
El texto de Oscar (ese Hamlet altiplánico que se debate entre el poder y la narración) se entreteje con las notas del historiador que no sólo no entiende nada, sino que cree entenderlo todo. El resultado es un carnaval de espejos, una sinfonía disonante donde cada lector puede elegir su camino: leer el manuscrito como novela, leer las notas como crítica, leer ambas como performance. En cualquier caso, nadie puede volver indemne de una Historia, de esta historia que no ocurrió. Pero a veces lo que no fue es lo único que queda, lo que más nos explica. O al menos, lo que mejor se narra.
Felicidad Blanc (Madrid, España 1913 - San Sebastián, España,1990)
Memorias.
Digamos que hay libros que se escriben para recordar, y otros que se escriben para no olvidar. Espejo de sombras, la autobiografía de Felicidad Blanc, pertenece al segundo grupo. Este no es solo un libro sobre una vida: es también un libro sobre cómo esa vida se deshace al recordarla. Porque, a veces, la memoria no reconstruye, desmantela.
Blanc —nacida en la alta burguesía madrileña, educada entre códigos que ya nacían viejos— se escribe desde la sombra larga de los Panero, desde esa dinastía de ruinas que es ya un género en sí misma en el cine y la literatura española. Primero hija de alguien, después esposa del poeta franquista Leopoldo Panero (el “gran ausente” que es, en realidad, el gran culpable), luego madre de tres hijos tan brillantes como rotos: Juan Luis, el cínico elegante; Leopoldo María, el loco lúcido, el único verdadero poeta en el sentido maldito y mitológico; y Michi, el último dandy de provincias, el que se quedó en el bar contándolo todo. Y en el centro, en el fuego cruzado: ella.
Pero antes del libro, estuvo la película.
1976. Franco acaba de morir. España intenta ponerse de pie pero tropieza con su propio espejo. En ese contexto, Jaime Chávarri rueda El desencanto, uno de esos milagros del cine que no se repiten: un documental que se convierte, por su estructura y devastación emocional, en algo más cerca del thriller psicológico, la tragedia griega o incluso una película de Bergman rodada en Castilla.
La cámara capta a los cuatro Panero sobrevivientes recordando al patriarca. Pero pronto se hace evidente que lo que están haciendo no es un homenaje, ni siquiera un ajuste de cuentas: es una demolición. Una demolición con estilo y herida.
Los tres hijos —mordaces, brillantes, crueles— se turnan para acusar, exponer y exhibir los restos de una infancia devorada por el alcohol, la rigidez moral, el franquismo doméstico, los silencios como cuchillos.
Y ella, La Blanc, esa figura trágica de salón en ruinas, con su peinado perfecto y su dicción de novela de Galdós lanzada a la guerra civil emocional de sus tres hijos, la única que había ensayado sus líneas, como si el dolor pudiera interpretarse con ensayo previo, terminó convertida —en pantalla — en la villana educada, en la madre ausente aunque siempre presente, en la viuda del franquismo y del fracaso.
En el filme, Blanc no sale bien parada. Sus hijos —especialmente Leopoldo María— la acusan, la ridiculizan, la colocan en el lugar exacto entre el ridículo burgués y la madre insuficiente. Ella intenta resistir desde una dignidad que suena ajena, forzada, casi irreal entre los escombros emocionales de esa casa. El documental es tan devastador que deja en el espectador una sensación de tristeza irreversible, como si España entera estuviera siendo desnudada, como si todos sus traumas —Guerra, dictadura, familia— pasaran a primer plano en una sobremesa sin escapatoria.
Espejo de sombras fue su respuesta. Su necesidad —quizás desesperada, quizás elegante— de decirse a sí misma y contarse de nuevo. Lo escribe junto a Natividad Massanés, en largas jornadas que fueron, según se sabe, tanto psicoanálisis como literatura. Y el resultado es un texto narrado como si fuera una novela, pero en la que la verdad —su versión de la verdad— lo invade todo.
Hay en sus páginas una mirada lírica, melancólica, oscura. La vida como una serie de renuncias y derrotas: la escritora que no fue, la mujer que no supo amar sin condiciones, la madre que no supo protegerse ni proteger. Todo envuelto en un estilo que recuerda por momentos a las memorias elegantes de otra época, pero que va tomando una voz más íntima, más honesta, conforme el relato se acerca al final.
Una mujer que ha perdido el lugar que el mundo le había prometido, que asume que la clase social en la que nació es ya un decorado sin función, y que encuentra —con resignación pero también con cierto orgullo— su última identidad en el testimonio. Una mujer que, sin dejar de ser espectadora de su tragedia, acaba también siendo la cronista lúcida del final de su mundo.
Lo que queda es una sensación agridulce.
El libro, como la película, habla del fin.
De una familia.
De una clase.
De una idea de España.
Y, sobre todo, de una forma de vivir que se pensaba eterna y no era más que decorado en ruinas: la burguesía ilustrada que jugaba a ser aristocracia, que cenaba entre muebles franceses pero no podía pagar la calefacción, que hablaba de honor mientras los hijos se drogaban en el cuarto de al lado y que mantenía la compostura como quien guarda los restos de un naufragio en una vitrina.
Como buena novela-fantasma, como toda historia escrita al borde del colapso, lo que aquí se cuenta no siempre es cierto, pero siempre es verdad: Una confesión con maquillaje corrido, el otro lado del desencanto. Porque Felicidad se narra con una voz que recuerda a un piano afinado en un terremoto: todo suena bien, pero algo vibra mal por debajo y ese algo es el reflejo de una mujer que intentó narrarse antes de desaparecer.